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Verano gallego.

By 12:58 , ,


Aquellos veranos en la casa de la abuela, sin más preocupación que jugar al escondite y montar en bici. Disfrutar de la pandilla, aprender a decir tacos, a subir a los árboles y comer fresitas silvestres y uvas.
Las rodillas siempre con "pupas" y arañazos.





¿Te acuerdas María? Bañábamos en el río a nuestros muñecos y luego buscábamos la sombra de los robles gallegos para jugar a las casitas e imaginar que éramos mayores... ¡ Cuánta prisa por crecer!
¿Qué habrá sido de tí?
Bajo el roble prometimos un día que nunca nos separaríamos, que nada rompería nuestra amistad... Y no lo cumplimos.





¿Alguna vez te acordarás de mí? ¿Tendrás hijos? ¿Cual será tu trabajo? ¿Serás feliz?...
Las tardes bajo el hórreo, sentada sobre la hierba peinando a mi Nancy, alisando su rubia melena una y otra vez, escuchando las tertulias de los mayores.
Mujeres gallegas hablando de sus cosas al caer la tarde, ajenas a una niña pequeña peinando a su muñeca.





Todas aquellas charlas se quedaron grabadas, me hicieron reflexiva, despertaron en mí el gusto por plasmar en papel pequeñas historias, retazos, sentimientos, vivencias...
Aquellos veranos gallegos, la vendimia, la siega, las verbenas, la playa, el "agua de S. Juan", las sardinas asadas, los platos de la abuela, correr tras los perros, patinar...
Una persona está hecha de trocitos, sentimientos, experiencias, olores...
Los olores de mi infancia gallega son parte de Mary Azucarillo.






También aprendí en aquellos veranos lo que la muerte significa.
En los pequeños pueblos de Galicia se vivía con naturalidad, sin tabúes, como una parte más de la vida. No se escondía la idea de la muerte a los niños, como metiéndolos en una burbuja de cristal protectora, sino al contrario.
Con apenas 9 años, mi abuela me peinó las coletas, me puso una rebequita y me tomó de la mano.
Enfilamos camino arriba hasta llegar a una pequeña casa no demasiado lejos.
Yo no sabía adónde iba, pero enseguida me dí cuenta de que el ambiente que se respiraba alrededor de aquella casita de campo era triste y desolador.






Recuerdo perfectamente a todas aquellas mujeres vestidas de negro, con pañuelos en las cabezas, sentadas en sillas alrededor de un pequeño ataúd de color blanco rezando y llorando.
En el centro del salón de la casa, rodeado de velas y flores, reposaba el pequeño cuerpo inerte de una niñita de mi edad.
Ataviada con un vestido blanco y con sus pequeñas manos cruzadas sobre el pecho. El pelo negro intenso y los párpados cerrados, una expresión serena y tranquila. Nunca he podido olvidar aquella palidez.
Fue la primera vez que ví una persona sin vida.
Apreté fuertemente la mano de mi abuela y clavé los ojos en aquella niñita, sin entender demasiado lo que ocurría.
Mi abuela lo veía normal y yo apenas pude dormir en 3 días...
Aún no lo he olvidado... La primera vez.





Recuerdo con cariño el día de la fiesta de S. Pedro, patrón del pueblo de la abuela. Fiesta grande.
La casa era un ir y venir. Se recibía a familia y amigos en una comida festín al modo tradicional gallego.
Recuerdo la preparación de los platos que comenzaba 3 días antes del evento. Mi madre y la abuela se encargaban y yo no perdía detalle.
Los banquetes al estilo gallego requerían abundancia... 3 ó 4 clases de marisco diferentes ( nécoras, buey de mar, percebes, camarones, cigalas), un plato de carne, otro de pescado, callos con garbanzos y 2 ó 3 postres que precedían al momento champagne, sidra, aguardiente, queimada, licor de café y demás espirituosos.





Risas, confidencias, chistes, mil historias salían a colación en estos banquetes galaicos.. Descubrí que los mejores momentos del ser humano son los que se viven alrededor de una mesa.
Familia y amigos vestían sus mejores galas. Hombres con traje y corbata, ellas con vestidos en tonos alegres y trajes de chaqueta conjuntados con zapato y bolso. Peinados de peluquería.
Mamá me compraba un vestido nuevo y peinaba mi melena marrón dejándola suelta y lisa, recogida por una diadema o lazo.
Siempre me sentía guapa y especial.




Por la tarde la berbena. Algodón de azúcar que pringaba de rosa los mofletes y el pelo. Almendras garrapiñadas, coches de choque, el tiovivo con las cadenas. Siempre me mareaba y me daban miedo las alturas, pero nunca dejaba de subirme y soportar estóicamente los giros y vueltas que el chiquillo encargado nos daba una y otra vez. Intentaba mantener la sonrisa a pesar de mi escaso disfrute por esos artilugios que tanto divertían a mis primos y amigos.
Me encantaba mirar desde una esquina cómo bailaban los mayores al son de una orquestita local. Las canciones del verano, los boleros, el "agarrao".
Los chicos repeinados y oliendo a Brummel, a Jacks o "Barón Dandy".
Ellas con sus zapatitos de tacón, los que yo estaba deseando ponerme y todavía no podía...
La tómbola, el "perrito piloto"...




Al final del verano llegaba la vendimia. 
Hora de recoger las uvas que con tanto mimo y esfuerzo el abuelo había cuidado.
La bodega, la finca y la casa se llenaban con los vendimiadores.
Venían a trabajar con el abuelo durante 3 ó 4 días y la actividad era frenética. Barreños y cestas llenas del fruto maduro se apilaban por las esquinas. Ese olor tan caracerístico lo inundaba todo.
Hombres y mujeres con ropa de faena, tijeras en mano, sombreros de paja y lamparones de fruta en sus camisas de trabajo.




La abuela cocinaba para ellos. Ya de buena mañana sacaba platos con huevos fritos caseros, chorizo y patatas del huerto. Se sentaban en el porche y devoraban como si no hubienen probado nunca semejante manjar. Risas, tragos de vino tinto y vuelta a la faena.
Los toneles del abuelo esperaban en la bodega. Hora de convertir en vino lo que durante el año había cultivado, con frío, viento, lluvia, calor o lo que tocase...
Ese perfume húmedo de la bodega del abuelo, ese frescor, ese silencio y esa penunbra casi mágica... Imposible de olvidar.




El abuelo era un hombre muy especial. Además de guapo y buen mozo, muy alto para su generación. Callado, reflexivo, inteligente y con gusto por escuchar a los demás.
Le encantaba sentarse en su sillón a escuchar la radio, las noticias, la radionovela, la lotería...
Siempre levaba una pequeña navaja en el bolsillo que utilizaba para casi todo...
Le gustaba silbar canciones mientras caminaba con paso pausado y tenía un gato precioso y gordo llamado Martín al que adoraba sobre todas las cosas.
Mi abuelo era un hombre sencillo, trabajador y bueno.




Se ocupaba de la compra de la casa, de ir a por la leche recién ordeñada, de comprar fruta, pan de maíz, empanada, gaseosa de sabores y todo lo que a los nietos nos gustaba.
Era un hombre generoso, que daba más de lo que tenía, tolerante, divertido, tranquilo...
Le gustaba mucho el café y se lo bebía tan caliente que no entiendo cómo no se quemaba los labios...
Su pasión eran los viñedos que con tanto amor cuidaba, mirando siempre al cielo y protegiendo los frutos de los pajarillos ladronzuelos...
El abuelo Albino nunca se enfadaba, tenía esa virtud. Por muchas trastadas que ideásemos nunca perdía la calma ni la sonrisa.





Yo quería ser valiente y dura como las chicas del pueblo. Quería subirme a los árboles sin que me diesen miedo las alturas.
Caerme y no llorar al hacerme sangre... Lo intentaba, pero no siempre lo conseguía.
Era el abuelo quién me limpiaba cuidadosamente las heridas con agua y jabón y luego me ponía mercromina y polvos "Azol".
Todo el verano llevaba las rodillas teñidas de rojo, pero no me importaba, aquel mimo del abuelo curaba todas las "pupas" de Mary Azucarillo.

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